A principios de agosto del 2015, pasé 48 horas en París. Yo
tenía que viajar a China por unas reuniones de trabajo, y decidí volar con Air
France para encontrarme en la escala del vuelo de regreso con Sara y Gabriel,
que estaban vacacionando largamente en París.
Llegué un viernes por la tarde y del aeropuerto tomé un taxi
(un Mercedes negro, y negro el conductor) hasta el departamento que ellos
compartían. Los abrazos del reencuentro, una ducha, y nos sentamos a ponernos
al día con lo más urgente (aunque no había nada realmente urgente: recuerdo que
me mostraron las variedades de tomate que habían comprado, las fotos de Patti
Smith que decoraban las paredes, habremos brindado por el fin de semana que
comenzaba). Y después salimos a caminar.
Por la mañana había llovido y ahora volvía a subir el calor
húmedo del asfalto. Ya estaba decidido que el destino final de la caminata
sería un restaurante de Le Marais donde ellos habían cenado un par de noches
atrás, y que les había gustado. Cuando llegamos todavía había bastante luz
(serían las seis o las siete de la tarde). La moza resultó tal como me la
habían descripto: morocha de rulos, amable, nariz larga, cincuenta años, habla
con mucha corrección el francés, y puede también chapucear en una mezcla de
español e italiano. Pedimos un vino blanco, al rato unas entradas. La noche era
perfecta y nos quedaríamos ahí sentados un rato largo. El olor a verano se nos
hacía más intenso al pensar en la noche helada que estarían sufriendo nuestros
amigos en Buenos Aires.
El restaurante estaba frente a una placita en la que había
músicos tocando jazz y niños bailando. Y del otro lado, el hotel Pratic. Yo
cada tanto me desentendía de la conversación y miraba el hotel, recordaba lo
que había vivido ahí años atrás. Después llegaron las ensaladas con foie gras,
los mejillones. Otra botella de vino. Se fue poniendo oscuro y se fueron
alejando los músicos. Sara contó la anécdota del cine Cosmos, y nos reímos.
Pero parte de mi cabeza estaba en otro lado, en una noche de noviembre de fines
de los años noventa que tuvo algo de ceremonia, una noche lenta, recuerdo
lentos mis movimientos al bajarle los pantalones, demorando para que no se
acabe la felicidad, saboreándola toda.
Trajeron la cuenta y al levantarnos tomé a Gabriel y a Sara
del brazo y los fui llevando para el lado del Pratic, ellos no entendían por
qué. Me planté frente a la puerta para observarlo, tratando de recordar qué
sentí al atravesar el umbral aquella madrugada, al pasar frente a la recepción
con miedo de que nos detuvieran, que quisieran registrarme (yo no era huésped
del hotel). Qué sentí al subir los tres pisos por la escalera de madera
desvencijada, con urgencia, con esperanza. Sara estaba a mi derecha, Gabriel a
mi izquierda, y se preguntarían qué me estaba pasando, el porqué de mi
repentino interés en ese edificio tan poco interesante. “Acá me acosté por
primera vez con un hombre”, les dije, y sacamos una foto.
Ph: Eduardo Lagreca
Eduardo Lagreca (Buenos Aires, 1973)
Me gusta cocinar, mirar mapas y cuidar de mi jardín. Vivo con un marido desde hace mucho, y con tres hijos desde hace poco que me hacen muy feliz. Tengo mala memoria pero varios amigos queridos alrededor que me recuerdan las anécdotas. Soy optimista.
Escribo con esfuerzo, si el resultado me deja conforme es casi seguro que hubo una infinidad de revisiones. Leo, en cambio, sin esfuerzo.
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